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Callejoon Condesa, entre 5 de mayo y tacuba, Centro Histórico, México D.F.

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jueves, 26 de abril de 2012


Los Libros
Miras los libros. Sabes que todas sus palabras son engaños, mentiras aplicadas, aforismos manchados de inocencia.
Sin embargo, los miras:
coleccionados, quietos, ejército de paz, de amor y celos,
de mitos repetidos siglo a siglo,
de preguntas e hipótesis y fábulas,
cuencos de ciencias, lanzas
que atraviesan el miedo,
la soledad, la angustia
de mirar lentamente
la incertidumbre, sombras
para no decir nada.
Vida, cuando los abres
y la mirada pone pies y alma 
en el umbral del laberinto.

 fuente: Renacimiento, revista de literatura, no. 47-50, sevilla, 2005 p. 112.

miércoles, 4 de abril de 2012

Los libreros de viejo.

Compartimos un excelente texto donde la denuncia que hace el autor no dista mucho de lo que sucede en la actualidad.

El Folklore Literario de México de Rubén M. Campos (Talleres gráficos de la nación, 1929.)


Evocación grata para los que nos hemos quemado las pestañas sobre infolios, es la de los libreros que pasaron su vida vigilando sus pequeñas bibliotecas ambulantes, pues sus libros corrían de mano en mano, y frecuentemente volvían a caer en los puestos de libros viejos. No había en aquellos tiempos la prodigalidad de librerías que hoy, y famosa fue la Librería de Rosa Bouret, decana de las que hoy inundan la capital. Antaño era una noble profesión la de librero, pues exigía una dedicación absoluta a la tienda de libros, una vida consagrada a la lectura, ya que no tenía que atender sino a contadas personas, y el resto del tiempo englofábase en provechosas lecturas de libros raros y curiosos que le enteraban prolijamente de muchas cosas.

La zona de libros viejos circunscribíase a los alrededores de la Catedral y el Sagrario, donde subsistieron hasta hace poco que se determinó construir una fuente en el lugar en que se habían refugiado los últimos libreros.

La calle de las Escalerillas era característica por las tiendas de libreros y editores que había en ella. La más antigua era la Librería de Abadiano, que era un bazar de antiguallas y libros cuando yo iba en 1896 a oír cantar a Fidel sus interminables y sabrosas charlas pintorescas, evocación viva y rauda de su vida matusalénica. En aquellas pláticas aprendí a amar muchas cosas nuestras que ya no existen sino en la memoria de los viejos que poco a poco van desapareciendo de entre los vivos. Fidel llegaba conducido por un muchacho, a menudo por Luis González Obregón, saludaba al entrar sin ningún miramiento y sentábase cómodamente en un amplio sillón de brazos que Eufemio y Pancho Abadiano habían puesto ex profeso para que se sentara. Quitábase el sombrero de anchas alas planas que usaba, en cuyo fondo había un paliacate, y quedábase con una especie de solideo que lo guardaba del aire; y enfrascábase en su charla que siempre iba a dar a nuestra patria, a nuestra historia secular vivida por él. Tenía una memoria vívida y desfilaban tipos descritos y acontecimientos evocados en el lenguaje sabroso de que la prosa de sus Memorias de mis tiempos es fiel imagen. Sus pequeños ojos vivos tras de las antiparras paseábanse de uno a otro oyente, con júbilo manifiesto de ver el embelesamiento con que lo escuchábamos en torno suyo.

Cinco años antes, todavía la calle de las Escalerillas era el pequeño mundo editorial de México. El universal, precursor del de hoy, estaba instalado en ella, antes de pasar a la calle de la Palma, y muchas imprentas y librerías daban un aspecto típico a la famosa calle. Aún alcancé a ver la vida patriarcal de los libreros de viejo, los corrillos de los bibliófilos que pasaban horas enteras en su visita cotidiana a los libros, embaucando a los libreros atentos a su palabra como a un oráculo. Otros pasaban el tiempo jugando ajedrez, en un silencio profundo, rodeados de mirones interesados en el juego. Otro grupo de libreros de viejo existía desde antaño en el Volador, donde fueron a refugiarse los lanzados de las cadenas. No había entonces la pluralidad de industrias comerciales que han hecho del Volador y sus contornos una holgazanaería reforzada hoy con centenares de checos, polacos, sirios, judíos cosmopolitas que inundan plazas y calles, principalmente de esa zona, pregonando baratijas y desbancando a los buhoneros mexicanos.

Entonces el Volador era una plaza en la que se vendía toda suerte de verduras y frutas. Era prolongación de la Merced, en pie desde las trajineras de la región lacustre de horticultores y floreros, entraban en la ciudad por la calle de la Acequia y seguía su curso dejando flores y frutas en los portales que alcancé a ver justificando sus nombres de las Flores y de la Fruta. Los pobres libreros de viejo han vegetado siempre entre peregrinaciones y lanzamientos. Apenas se les admite en una zona, cuando se les expulsa inexorablemente con su tienda ambulante de zíngaros de la intelectualidad, mientras extrañas gentes se instalan definitivamente en las grandes avenidas y medran con librerías atiborradas de una literatura para la exportación, pornográfica y huera. “Jamás se han escrito tantos libros y tan malos como en esta época” – escribió recientemente Maeterlink – “por lo tanto, he decidido no escribir más libros”. Esa cruel venganza del gran escritor es una terrible protesta contra el muladar de la producción contemporánea, en que, excepción hecha de dos o tres grandes escritores, el resto que infesta naciones, especialmente hispanoamericanas, bien puede arder en un candil o en un auto de fe, por su nulidad y su perversión. Explotar y pervertir al criollo es el programa de las literaturas para la exportación. Ninguna finalidad noble hay en ellas. Estamos hartos de leer la vida de apaches, chulos y busconas.

La vida nacional, que destacó brillantemente en la literatura de mediados del siglo XIX, ha quedado reducida a artículos de periódico y canciones populares “arregladas” al gusto peladesco. No hay el libro fuerte, representativo de una época, como Los Hermanos de la Hoja escrito por el librero de viejo Luis G. Inclán, y que es el mejor reflejo de la vida nómada de antaño entre bandidos. Ni como Los Plateados de Tierra Caliente, de Pedro Rojas, pintoresco libro desconocido en que pasa toda la cinta cinematográfica de la que es un bello episodio, El Zarco, de Altamirano. Ni como Los Bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, valiosa documentación de una época en que se mataba a pecho descubierto y a pleno sol, y no alevosamente y en plena ciudad al uso de hoy. Ni como El mendigo de San Angel y Los misterios de México, de Niceto de Zamacois, español que es uno de los mejores talentos que han estudiado nuestra vida popular, ni como las novelas del general Riva Palacio, que son, como Monja y casada, virgen y mártir, un semillero de episodios de fértil inventiva. Ni como los Cuentos color de historia, de Ramón Valle, que son páginas vivas de nuestra vida social. Ni como las novelas michoacanas de Eduardo Ruiz, que son reconstrucciones de una época turbulenta. Ni como La Calandria y Angelina, de Rafael Delgado, que siendo las últimas producidas en el siglo pasado, son las primeras por su bello estilo literario.

Todas esas obras que pintan nuestra vida han desaparecido del mercado de libros extranjeros que congestionan las librerías. Nadie se ocupa de ellas, a nadie le importa que sean desconocidas, ni es capaz de justipreciar su mérito.¿para qué, si el libro exportado, corriente, malo, disolvente, viene ya hecho de las imprentas extranjeras? Se le triplica el precio, se le impone, por que el criollo no merece otra cosa que el pan negro de la producción contemporánea, la literatura barata para los paises calientes, sicalíptica y procaz; y mientras desaparece el librero de viejo, único propagador de nuestras bellas obras nacionales, el librero flamante vende pornografías encubiertas bajo el disfraz de falso arte producido por falsos artistas. Y sobre las aceras donde vegetaron los honrados propagadores de nuestra literatura popular, vese hoy un tapiz de obscenidades de literatura de lupanar, vendida descaradamente en la nariz de agentes que efectúan razzias moralizadoras en los anaqueles de las librerías, y no ven el fango pornográfico de que están tapizados los asfaltos de la Plaza Mayor.

En el proemio para la edición de la Secretaria de Obras y Servicios, colección METROpolitana de 1974 menciona el Dr. Alfredo Ramos Espinoza (selección y notas):

Don Rubén M. Campos fue un admirador del ingenio popular que encontró vivo a pesar de la ignorancia y la pobreza de nuestros pobrecitos, maltrechos en sus cuerpos pero grandes en el espíritu. Sabía que “el bruñimiento poliédrico de la obsidiana popular es tan noble como la tarea del lapidario diamantista”, y a él se dedicó. Amante que fue de la cultura popular, de vivir, habría dado un abrazo a los que hoy llevan el alfabeto a todos y en todas partes. Por ello he querido que no faltara en esta selección la estampa del evangelista que es como símbolo de dolor para un pueblo en el que muchos si no saben leer, menos escribir. Por ello puso también el cuadro del librero de viejo en el que se esplende su deseo de libros que pinten nuestra vida para que su lectura no sea un mero pasatiempo, sino motivo de gozo por nuestras cosas bellas y de tristeza por las feas. Libros que nos gusten por escritos en nuestro lenguaje sencillo y por hablar de las cosas íntimas y queridas.